jueves, 20 de octubre de 2016

Carta olvidada

A vos que has aparecido acá sin motivo, ojalá estés al sur de algo:

Escuché que volviste (o lo leí en algún artículo en internet), quiero creer que tuve algo que ver, que era a mi a quien le cantabas. Te vi cantando y tuve que escucharte. Te extraño a veces, cuando escribís y no es conmigo. Sigo esperando tu carta...
Si te digo que hace un tiempo ya que dejaste de viajar conmigo, ¿vendrías para ir a dar una vuelta?

Lentamente según fui olvidando todo escapé a cada condena que tuve, vos fuiste la última.
Primero dejé el reloj sobre la mesa al lado de la brújula, me olvidé el tiempo al lado de la dirección, y empecé a llegar tarde a todas partes. Alguien me preguntó por ti y no pude evitar recordarte, colocándome en la delicada línea que define los días, un poco adelante de cuando estuviste. Vi el reloj sobre la mesa y quería preguntarte qué era, para qué había sido creado. Con tu ausencia me respondiste que era para definir el pasado y limitar los momentos. Entonces lo tiré por la ventana para ver si volvías.
Y volviste por un tiempo, me despertaba en tu casa en el verano que te conocí, y antes de abrir los ojos me teletransportaba al otro hemisferio y cruzaba el mar. Hasta que un día terminó el verano. Era pleno julio, hacía frío y pasé por tu casa con los ojos abiertos. Vos no estabas (te fuiste al sur del sur y no volviste mas).

A los meses me olvidé la bufanda, esa violeta que a nadie le gustaba. Me la regaló mi madre y la usé siempre con gusto, primero ignorando tu rostro arrugado al verla, luego apreciándolo. Vos preguntando mis razones para que la única prenda de color fuese esa. Hasta que un día fui a la biblioteca a encontrar un mail tuyo recordándola con nostalgia. Tuve que irme inmediatamente y la bufanda quedó al lado del mouse; me la robaste al arrancarle tu amargura y tus arrugas que aparecían al ponérmela. Otra vez me recordaste que el sur del sur queda lejos, la bufanda ya no abrigaba.
Transcurrida una semana me olvidé los puchos en el aula. ¿Cómo podría cambiar de marca si sabía que vos solo fumabas esa? Ignoré el atado en la mochila (la otra marca de repuesto) y cogí billetera, chaqueta y celular. Me puse los zapatos despacio, pensando en ir a buscarte un rato al parque, pero me olvidé las llaves y cerré la puerta. Ahí quedaron todas las cartas, las fotos, y una colección de ropa que ya no quería usar. Los cigarros los compré igual, y te busqué para temblar con vos fumando, contarte como perdí mis muebles y mis libros olvidando que los muros y las puertas son límites y no abrigo. Pero en el sur del sur era verano y vos no estabas en el parque.
Caminé por horas hasta que no pude ver y no me quedaban cigarros para iluminar el camino. Una banca me pidió que me acostara y coloqué la mochila de almohada. Pasé la noche sosteniendo el celular descargado en la mano, cuestionando tu memoria y si sabrías aún quien era que te hablaba. No me servían de nada ni las tazas ni la mesa si vos no llegabas a tomar café conmigo, y me alegré de haberlas olvidado bajo las llaves.
En algún momento esa noche me dormí y soñé contigo, o mejor dicho, con esa ausencia tuya que se iba haciendo amiga. Soñé que me olvidabas afuera de una galería por el centro, y te ibas fumando despacio por la vereda de enfrente. Desperté habiendo olvidado la tristeza en el sueño, con las pupilas destilando rabia por tu olvido y el desierto. Tuve que levantarme e ir a buscar un aire que me sacara lágrimas para lavarme el mal momento. Las uñas clavadas en la cubierta del celular, los zapatos bien puestos. Con la prisa había olvidado la mochila-almohada, y en ella ese pedazo de plástico que me decía quién era y cómo era mi cara. Cuando me di cuenta ya había cruzado el río, olvidando el camino de regreso. Entre tanto olvido y tanto paso se me fue despegando la rabia, pero no tenía frío: seguía con la chaqueta de cuero.

Caminé hasta que el sol me sacó gotas de la frente, los edificios a mi alrededor se habían vuelto verdes y las calles eran cuestas infinitas de piedra y tierra. Miré fijamente la señalización en la carretera, pero al olvidarme mi dirección también olvidé como leerla. Me dejé caer con indiferencia al lado del camino, donde daba el sol, y vi un rato como pasaban las nubes, me dormí de nuevo. El sueño fue calmo, soñé con otras nubes aún mas blancas, pero en el sur del sur había tormenta y te envidié por eso. Tu rostro no apareció cuando el calambre en la mano me despertó, haciéndome soltar el aparato por miedo a también perderla y con ella el recuerdo de tu mirada al sentirla en tu pelo. Pero estos aparecieron un instante entre las nubes y recuperé la calma. Me senté despacio pensando en el otoño que caminabas descalza por el parque para reconectar, "tengo que poner los pies en la tierra" me decías, y metías los calcetines adentro de los zapatos. Con cuanto amor y cuanta fascinación te vi hacer eso por meses hasta que el frío te ganó y nos quedamos en casa. Pensé que se me acababa el otoño y me saqué rápido los zapatos. Me sonreíste desde el fondo, así que puse los calcetines como vos solías, y el aparato al lado. Pasó un joven y le pedí un cigarro para fumar despacio. El protocolo, la vergüenza y la música habían quedado en la esquina de un sofá, creí, pero no pude atinar cual o dónde. Supuse haberlo olvidado y sin pensarlo mucho me fui a buscarlo.

Con árboles a cada lado caminé por líneas de polvo, hasta que unas raíces me hicieron notar que había olvidado aislarme de la tierra, al lado del aparato. Vos te reías en la puerta, con el mate en la mano. Me preguntaste hacía cuanto que me pintaba las uñas de los pies, y yo viendo hacia abajo te dije que olvidé quitarle el color a las cosas. Esa vez tenías la falda corta con los elefantes, habrá sido pleno enero.
Me apoyé en la corteza del árbol mas cercano, intentando recordar que era lo que buscaba. Pero apareció de nuevo tu risa, esta vez causada por algo que viste en la ventana. Olvidé lo que quería decirte y me reprochaste que siempre me pasaba, pero no recuerdo cuando.

En el bosque cambió la luz un par de veces, siempre mostrándome los colores mas hermosos. Pensé mucho y discutí en voz alta, hasta que al salir había nieve. Creo que salí porque la chaqueta ya no me bastaba.
Una persona en un auto me ofreció llevarme, me contó de su hija mientras manejaba. Me contó que estaba de visita por tu casa y me mostró una foto en el parque. Afirmé con certeza que vos eras una de las figuras en el fondo. Reí con nerviosismo mientras empezaba a contarte. La persona me pidió que siguiera, me escuchó con paciencia y exploté de historias. Fui pasando frenéticamente de buenas a malas y de regreso, de antes a después y luego lo primero. Le conté de tu balcón y de tu gata, le conté de tu hermana, de tus mudanzas, de las varias botellas de vino que coleccionabas siempre a la mitad. Le conté de tu nariz y de tus delgados dedos rematados con afiladas garras. Le conté de tu llanto y del mío, le conté de las noches que bailamos hasta que salió el sol, y también de aquellas en las que seguimos a la luna en busca de astronautas. Le conté de los mates con flan, los aquelarres infinitos, y terminé contándole que no eras la de la foto porque estabas al sur del sur. De tanto contarle la calefacción del auto me habló de Morfeo y te soñé cantando.

Cuando llegamos a donde íbamos, la persona me dijo su nombre y preguntó el mío, pero no supe contestarle. Se fue tras un abrazo y me quedé viendo a los autos que le siguieron, te había olvidado en la guantera junto al mapa. No me pidás que te diga cuándo fue eso, claramente se me ha olvidado. Sólo recuerdo que entonces finalmente me sentí libre de todo, sin pesos ni ataduras, y me alegré de nunca poder olvidar los abrazos.
Me adentré en la ciudad con hambre, sonriendo llegué a algún sofá de alguna casa, y por ahí he estado desde entonces. Sí, todavía levanto todo lo que me encuentro en la calle, pero ya no acumulo basura en los rincones. Aprendí a armar muebles y cosas útiles con lo que la gente desprecia, las cambiamos por  otras, alimento y cálidos abrazos. Me enseñaron a reparar todo lo que se rompía, y pagué enseñándole a alguien mas. Me enseñaron a sembrar verduras en un patio, pagué cultivándolas.
Abrazo con abrazo, a veces un poco de calor es necesario. Hay momentos en los que veo un par de ojos grises que sonríen macabros, pero no he preguntado en que dirección queda el sur. Sigo viajando, con la esperanza de olvidar alguna otra cosa innecesaria; y te invito, para que salgamos a caminar un rato.

jueves, 30 de junio de 2016

Sobre el viaje al pasado

Estaba sentada en el pasto, ojos entre los árboles y la mente lejana entre las cuerdas y el ocaso. Estaba sentada, cerveza en mano y cigarro entre los labios, intentando cerrar los ojos y dejarse llevar por la alfombra mágica a desconocidos parajes, pero ni el parque era circular, ni había lago al medio.

Escuchó la voz que le hablaba constantemente, le decía cosas de ejercicios y el cuerpo, le decía de consumir alimentos, de compañías, de cosas normales para seres normales. Escuchó la voz atentamente pero no pudo procesar mucho de lo que explicaba, su mente insistía que el parque estaba por levitarse en su habitual vuelo y no aceptaba que se había mudado a otro continente, a otro hemisferio.
Colocando ambas manos sobre el pasto (olvidando bebida y cigarro) miró lo que le rodeaba y aceptó con dolor que el parque era otro, y este no poseía esa magia de girar sobre si mismo y llevar a lugares nuevos o antiguos. Intentó digerir el hecho que ni los seres con quienes había visitado el parque volverían, ni podría volver ir en tarde libre de verano a tirarse y esperar algún viaje sorpresa. Intentó digerir que la magia se había ido, que no quedaba nada mas que la bebida al costado de su mano, y el recuerdo de una vida imaginaria más. Una cadena de esperanzas y recuerdos, entrelazados para crear lo que fue -o pudo haber sido-. Una cadena de seres y sucesos que no podrían demostrarse como reales, por mas papeles o figuritas de cerámica que hubiese coleccionado.

Ahora se sentaba a luz de velas de ventana y postes envueltos en lucesitas navideñas, apoyada en el escritorio ya después de cena. Finalmente la luz detrás del vidrio se había extinguido (pasarían cuatro o cinco horas antes que volviera) y miraba la hoja en blanco, lápiz en mano intentando trazar algo. El dolor de la falta le dominaba, no podía contra la idea de mil vidas pasadas, acumuladas en forma de álbum de estampitas, sin valor ni gracia. Ahora se sentaba frente al escritorio, mirando las figuritas de cerámica que se abrazaban, recordándole cuan poco valía lo que sentía, recordándole que aunque gritase "yo existí, esto pasó" para nadie mas tendrían significado sus palabras. Malditas figuras y maldita fantasía interminable, maldito aquel que diría "No, no significan nada. Llevátelos." ¿O será que dijo? ¿Realmente pasó aquel viaje, esas tres semanas en el manicomio -en el infierno-?

Se detuvo, incorporándose de golpe. Había viajado en el tiempo, había tomado la decisión consciente, tras un año y medio de haber partido, de ir de visita; y había viajado un año hacia atrás, dónde la partida era reciente y aquellos a los que visitaba la esperaban todavía con el sentimiento vivo. Había viajado a un presente dónde ya no existía, dónde ella era el fantasma, y había observado lo que sucedía en el mundo cuando ella dejaba de habitarlo: todo seguía su camino sin la menor turbulencia.
Bajó a comprar papeles y sintiendo el punzante dolor en el dedo del pie izquierdo se recordó que estaba viva. Sonrió a la vecina al abrirle la puerta, sonrió al kiosquero al pedirle los papeles -y recibir una broma a cambio- y sonrió a los vecinos al subir de regreso. ¿Como podría una existencia tan desabrida generar turbulencia al partir? Tomó firmemente la bebida de nuevo, vaciando el envase antes de reventarlo contra la pared. Al escuchar el ruido tibuteó un instante, pensando si la compañera se inmutaría por el estruendo, pero tomando el pedazo de vidrio mas afilado a la vista, olvidó el pensamiento y prosiguió con el experimento.
El suelo definitivamente se veía mejor -mas formal- con la alfombra roja, y el cielo, el amanecer era mas bello en ese contraste. Pensó que quizás era el alcohol que le nublaba los sentidos, intentando recordar cuantas había tomado, pero la belleza era abrumadora al punto de no dejarla tener ideas concretas. El amanecer cegaba la vista, ¿o provenía esa luz de otro sitio? Y las vidas imaginarias se esfumaron con sus amargas propuestas, no servía de nada darles vuelta. Apagó el último cigarro en la nueva alfombra y se dejó caer en el tibio abrazo que la esperaba en el piso, reflejando cada luz dentro del cuarto.

martes, 8 de septiembre de 2015

La cuadra eterna

Caminando sobre la calle Camanance, las cuadras se estiran o se doblan a conveniencia. Los hay casos documentados en los que disimuladamente la calle se dobla sobre si misma, escondiendo el cruzcalle, imposibilitandole a quien la camina encontrar la esquina adecuada para cruzar; o los hay en los que se estira como gato al levantarse y unos metros se convierten en kilómetros (o centímetros, dependiendo de su antojo). La calle Camanance no es la única en la ciudad Panqueque que tiene esa capacidad o capacidades que pueden sonar igualmente fantásticas, pero si es de las mas caprichosas en registro hasta la fecha. A esto hay que sumarle que tanto ella, como el area de mermelada y chocolate en la que se encuentra, tienen dulces seres nadando, con los que el que se decida a atravesarla probablemente llegue a cruzarse.

La ciudad Panqueque adquiere su nombre de su redondez inflada, dónde en el centro y algunas areas sobre el borde tiene partes crudas, incluso algunos grumos; otras partes son dulces o saladas según lo que se le aplique, pero tiende a saber muy bien con el cafecito de desayuno. Sin embargo, como todo alimento, no combina bien con todo, y por momentos el sabor se crispa y es un puto panqueque, inútil e incapaz. Pero detalles sobre los aspectos generales de la ciudad Panqueque, así como los grumosos habitantes que la navegan o los mágicos seres que la rescatan en vuelta y vuelta, su historia y su relevancia en el banquete, serán analizados a mayor detalle en otro apartado.

La calle Camanance se encuentra ubicada en medio de un estirón de mermelada de casis. Con apenas cinco cuadras de largo, tiene en uno de sus bordes el valle cocinado a cerveza y vino, que tiende a desplegar por las noches la oscuridad que absorbe el cúmulo bohemio. En la otra punta cierra con una plazuela antigua con su respectiva iglesia de cáscara de casis.
A lo largo de esta se encuentran varias cuevas deliciosas, dónde personajes hermosos se refugian (a veces de la lluvia, a veces del sol), entre ellas, sobre su borde hay una dónde producen los dulces placeres de la vida: cafés, pasteles y charlas, entre otros. A esta cueva en particular se refiere el último caso registrado de los caprichos de la calle Camanance, en el cual una criatura demoró toda una tarde en caminar la media cuadra entre la cueva y la esquina con la calle del Pastor.
 El primer indicio fue un salto en la calle misma, que al salir de la cueva y caminar hacia la cueva de al lado, una pequeña ola en el cemento se dirigió hacia la criatura a toda velocidad, devolviéndola a la puerta de la cueva. Esta encontró el suceso ameno y caminó el mismo tramo al mismo paso con la esperanza de repetirlo. Tal como lo esperaba sucedió, y con esto procedió la criatura a jugar con la calle, yendo y viniendo en intentos de predecir velocidad, fuerza y altura de la ola que la devolvería a la puerta de la cueva. Fue cerca del punto de cansancio en el que una figura desde la cueva notó el juego y asomóse a indagar sobre el mismo. La criatura le explicó a la perpleja figura, que no comprendía como podía pasar hora y media jugando con un tramo tan corto de acera. Dos saltos después y tras una tercera despedida, finalmente llegó a la puerta de la siguiente cueva, dónde una sudaka teñida se asomaba con timidez, pues había observado el juego y la cátedra sobre aceras, humores y mañas que le había proseguido. Que dónde había aprendido a comunicarse también con la calle Camanance, que si frecuentaba la cueva de al lado, que si se llevaba bien con quienes la habitaban, que la ciudad Panqueque y su lado de chocolate y mermelada. La criatura dijo mates, y animándose a eso del contacto humano mató el segundo par de horas intentando explicarle a la maraña rubia sobre los saltos y los cambios; y los motivos que la calle tenía detrás de tanto acertijo. Pero la maraña rubia insistía con los habitantes de la cueva de al lado, espantándola y a su ceméntica compañía, quienes surfearon un rato en el tramo restante hasta la esquina. A pocos centímetros sacudía energícamente la mano otra maraña rubia (sin teñir) esta no había presenciado nada del evento, pero charló por horas de los susurros del pan y los siseos del café. La criatura le escuchó con gusto, balanceándose en una ola de la calle, quien despidiendo el sol había disfrutado una cálida tarde impulsando los alegres pies de quien sólo quería jugar.

miércoles, 2 de septiembre de 2015

Hacia la fuente

La ventana está clausurada por una tostadora y una planta muerta, pero desde su clausura van y vienen cosas que contribuyen a su estado permanente de encierro. Entre ellas hay otra planta (iba a decir moribunda, pero por lo que noto ahora, ya pasó a mejor vida) y una de menta que teme seguir ese destino. Un recipiente vacío y otro con una colonia de hongos que han crecido de lo que fueron chiles jalapeños, así como las múltiples pequeñeces que yo agrego y desaparezco dependiendo del humor (aunque hasta ahora ninguno de mis bichos ha llegado hasta acá).
Desde esta ventana veo la mañana y la tarde aparecer a deshoras, como quien las mezcla sin intención para dejarlas a medias. Los hay días que amanece a las ocho de la tarde y luego al siguiente, la media mañana se presenta a las tempranas seis, para a mediodía disimular un atardecer de verano y a eso de las cinco simular esa extraña hora de silencio que le sigue al amanecer. La calle es una imagen de fondo (de esas imágenes animadas modernas, para darle realismo al paisaje) los turistas se entremezclan con los adoquines y me fotografían desde abajo, buscando mis peores ángulos. Desde esta ventana adquiero la capacidad de evaluar al mundo sin prejuicios, de ver a las nenas concentrar sus sueños en una moneda para hundirlos en mi fuente. Y mientras tomo mi café esperando pacientemente el momento de bajar a exhalar humo, a veces colecciono los curiosos personajes que revolotean coloridos cerca del agua.


Con los vapores alucinógenos del verano, la suposición era que las curiosas imágenes provenían de una mezcla entre el sol y el vapor, y que la fuente era simplemente el punto exacto donde la humedad lo permitía. Pero con vientos fríos siguen apareciendo los seres mas curiosos (justo esta mañana he observado a una unicornio deambular ansiosa mirando fijamente a mi puerta) inmunes a la temperatura.
Entre colores y música suelo desde arriba tirarles mis buenos deseos, a veces con halagos sordos, a veces solo con la fuerte intención de confirmar a tacto si son reales.Los voy coleccionando como estampillas en un álbum, los adhiero con un poco de baba o una hoja adhesiva transparente, y luego los repaso despacito, como tesoros antiguos.

Pero coronando el principio de septiembre apareció, tras un largo y peculiar día, un mágico espectáculo de luces y colores. Girando en círculos a su al rededor se reflejaba la magia de otoños llenos de fantasía. El ente también giraba, se mezclaba con sus herramientas y se resguardaba tras ellas. Los largos cabellos volaban como parte de la imagen, se enredaban en su rostro, lo escondían de los curiosos ojos que en lo oscuro repetían "quiero, quiero". Impulsados mas por la cobardía que por las ansias, los filtros, el papel y el tabaco aparecieron en la bolsa del jeans (aún sin desenrrollar la comodidad del viaje) y mi cuerpo se vio apresurado hacia afuera.
Por largo rato lo miré de reojo, y ya vencida, dispuesta a guardarlo simplemente como uno observado mas de cerca, se acercó preguntándome qué pasaba. "Sólo observo", le contesté temblorosa y se sentó a mi lado. Hablamos de música, de hogares, de procedencias y de estudios. Hablamos de oportunidades y de magia, de mucha y maravillosa magia. Sus manos temblaban al girar el tabaco, las mías al guardarlo. Sus ojos inquisitivos se escapaban con rapidez a cada encuentro, su voz preguntaba mas de lo que decía. Finalmente me dispuse a hablar en concreto y mientras desenredaba las palabras antes de escupirlas, desapareció con la velocidad con la que vino, dejándome a mitad del tercer cigarro y con el misterio en la bolsa. "Va para la colección" me dije, y volví a mi cueva a retorcerme para sacar los nervios que con alegría había acumulado.

sábado, 1 de agosto de 2015

Lo que no escuchás


Entre el sonido del viento, el arrullo del agua y nuestros pasos sobre la tierra, se me ocurre que no podes escuchar todo esto y mi corazón llora por ti.
 
Primero ese silencio eterno en la pequeña latita voladora, a lo que pusiste la radio para alegrarme y en cuanto me interesé (porque hablaban de anoche, de los que estuvimos frente a tu casa quejándonos de tus vecinos) decidiste que no era adecuado. Luego observar cada una de mis palabras verse interrumpida por el choque entre tus dientes, la repetición, la desesperación.
Los largos silencios no molestan, no es ni eso ni el que no entiendas; no tiene que ver con lo que sale de mi. Voy pensando que no importa, que realmente es innecesaria tanta palabra y llenar cada espacio, que es hermosa la compañía por serlo y no por lo que vaya o venga, y entonces dices algo que no comprendo y sonrío incómoda, estamos aquí de nuevo.
Nisiquiera decirte que tengas cuidado con los gnomos que viven en la cueva que visitábamos (sacando eso de que no los escucharás llegar), nisiquiera tu breve sonrisa, o espantar a las avispas que te siguen incesantes, nada me logrará sacudir la tristeza que la canción del río no llenará tu alma.
Y mientras camino tras de tu paso apurado voy pensando en toda la música que no te puedo compartir, en el crujir de la arena, en el silbido de la cuerda de la guitarra al cambiar el acorde. Mientras veo la parte de atrás de tu cuello, tan estática en tu movimiento, enumero las razones por las cuales no debería ser importante, y mi alma de va haciendo bolita y se esconde entre las sábanas, rehúsando aceptar que nunca escucharás los grillos de este campo en pleno verano.

Recorrimos cielo y tierra, cruzamos las aguas y vencimos el cansancio eterno. Nos hundimos entre telas de colores e idiomas extraños. Fue un viaje hacia el sitio de donde proviene la magia y en mi cabeza solo se repetía que el silencio no llegará solo. ¿Cómo disfrutar de tanto si lo único que me sale para expresarlo son aquellas notas que no podrías reconocer...?


lunes, 27 de julio de 2015

Ayuda, fuego!

A voz femenina y a todo pulmón oigo el grito "¡Fuego! ¡Ayuda, fuego!" entonces la veo, una mancha borrosa corriendo a mi izquierda, un poco mas adelante. En un principio no noto que aunque corre, mantiene la distancia; pero entonces veo a los otros, adelante y en el otro costado, corriendo como que se les escapa el alma. Miro hacia abajo y veo mis pies intercambiándose frenéticamente sobre el asfalto, como si mi cuerpo se moviese a la velocidad de los otros. Busco entre los de adelante al compañero que me trajo y a la compañera que ha estado pendiente de que yo no me pierda toda la tarde. Aunque las vestimentas no son las mismas, al recapitularlo noto que esta misma escena ya la he soñado. Los localizo y ahí siento el golpe en los pulmones, efectivamente estoy corriendo junto al resto. Aunque lo intento, no logro girar la cabeza para ver de qué huyo: me invade el temor a perder el paso y caerme. En aquel momento sí había identificado al enemigo, emergieron de entre la yesca con armas en mano y empezaron a disparar (ya corriendo recuerdo la voz femenina pidiendo ayuda a gritos, porque fuego). Nos estamos acercando a una pluma e instintivamente mis pasos disminuyen velocidad (nos reunimos en una rotonda frente a una pluma, a tomar aliento y discutir hacia dónde iríamos), retomo control de mi cuerpo y tratando de ignorar el peso de las piernas o el insoportable dolor en el pecho, trato de contar a los que me rodean para confirmar que estén completos y en buen estado. El último en llegar trae la sangre que se le ha salido a la altura del tabique aún adherida a la piel, me digo que esta completo (si la sangre no cae no debe ser tan grave) y empiezo a marcar círculos en el suelo. El último había llegado con la nariz rota, y ente los nuestros uno resguardaba plomo en la pierna derecha (cosa diferente, como aquellos que entonces no habían llegado con nosotros a la rotonda).
Veo los rostros verdes y azules, el miedo en sus ojos, la rabia en sus labios, las manos que tiemblan. Los veo sorprendidos por todo y no puedo evitar preguntarme que si realmente no lo esperaban. En aquel entonces dije resguardo y ofrecí mi casa, pensando en calmarlos con la tranquilidad de aquel sitio alejado dónde el viejo de los mares habita. Uno avisa que los que cual plantas brotaron del suelo ahora pasan por atrás, intentando alcanzarnos desde el otro lado. Herve el estómago y sube la sangre, quiero ir a por ellos, cumplir mi promesa de hundirles el rostro. Pero aunque los veo a los otros igual de inquietos, noto que nos domina el sentido común y elegimos no arriesgar nuestra integridad física por mas rabia que nos conquiste. Si esto fuese aquello, ya estaríamos llegando a casa. Pero es real y llamamos refuerzos en lugar de lamentar haberlos perdido. En minutos triplicamos nuestros números como para sabernos a salvo. La caravana de latitas voladoras se despedaza al ir estacionando uno a uno en el orden de llegada, se apilan tras las luces azules y marchan fuera, preocupación en mano. Entonces es cuando finalmente logro escuchar otra cosa fuera de las suelas sobre el asfalto y el grito de ayuda; relatan lo sucedido y me descubro escuchando atentamente buscando en mi memoria algún rastro de lo que dicen.
Esa vez lo vi y registré todo: los tipos emergiendo vestidos en colores tierra, armas ya en mano y uniformes idénticos a los de la disputa de los seis mil minutos, la verdeamarillenta grama seca y los largos árboles dándole paso al sol entre sus cúmulos de cloroplastos (el aire crujiente), la mancha negra dividiéndose en tres grupos desbalanceados: uno de cinco perdido en dirección inexacta, el menor que volvió y la bolita grande de unos treinta que resentimos el golpe. Registré incluso la posición del compañero que hospedó plomo y de la compañera que me sonreía antes con calma.

He escuchado que hay ciertos estados en los que la memoria se borra: después de un accidente, tras un evento traumático o con mucha adrenalina. Mi comprensión al respecto era que la mente bajo los efectos de la adrenalina no registra en la memoria a largo plazo lo sucedido, o algo por el estilo. Claro, además de estos casos están los inducidos por alcohol, drogas o falta de interés; pero esos no son a los que veníamos.
Este fue el caso de una muy particular situación, en la cual la situación me hubiese sido enteramente ajena, si no hubiese sido por la obvia presencia física y la adrenalina que infalible me invadía (y la rabia, que nunca falte la rabia).

En resumen, aparecieron de la dirección a la que nos dirigíamos. Rugió uno a metros de alcanzarnos, advirtiéndonos de su llegada, y nos persiguieron largo tramo. A uno lo alcanzaron mientras trepaba a sus pedales por medio de golpe en la cabeza, para luego ir a por la nariz, pero perdiéndolo luego. "Ni los verdaderos gorilas son tan indisciplinados" me comenta compañero, y ya no sé realmente a qué gorilas se refiere.


martes, 21 de julio de 2015

Alucinaciones de manicomio

En los vapores que se levantan de los adoquines a mediodía, cuando hasta respirar es difícil por el calor, delirar que estamos en el manicomio es fácil. En las noches vuelta-y-vuelta (soñando con tener un ventilador), quedamos crocantes como pollo al spiedo y de abrir la ventana y ahogarse por la brisa húmeda, delirar que hemos vuelto es simple.
Qué fue lo que nos hizo creer que no había verano como el verano húmedo en las calles desiertas de Villa Crespo, si esto es lo mismo, pero en lugar de calles vacías son turistas regordetes tomando fotos en la fuente. Aquí no hay Centenario que gire sobre su eje y nos lleve de paseo cual alfombra mágica, no hay alucinaciones de media noche junto con entes extraños que aparecen en los semáforos. No hay birra helada de mano en mano en algún balcón sobrepoblado, ni humo que la acompañe, pero el vapor denso que se levanta del asfalto es idéntico al anterior.

No vamos a negar que nos advirtieron sobre la nostalgia porteña, ese nudito indescriptible que no estorba y no desaparece. No vamos a negar que nos hace falta nuestro rincón del manicomio (los Martines que dijeron silbatos y techos), que extrañamos la adrenalina de la hora pico pedaleando. Pero en el piso de la cueva y en silencio, o con pies en agua, copa en mano y amistades a los costados, este sitio es mas nuestro que cualquier otro pudo haber sido.
Pero hay momentos en medio del ahogo, cuando el reflejo del sol sobre los edificios nos ha robado la vista, que aparece una criatura sentada en la fuente. Alta, esbelta y de rojiza cabellera, que mira de costado hacia mi ventana. Por un momento creo reconocer los ojos verdes y la sonrisa dulce de un encanto de una vida pasada. Pero el momento pasa y no está más en la fuente. El momento se escapa con la distracción de un grupo de infantes en el otro lado de la misma, que chocan directamente con una mesa de los restaurantes. En ella, un compañero de condena sentado, hablando con un niño de unos siete años. Sale la voz alta exclamando que ese es Guido, es inconfundible; entonces compañero ríe y pregunta que porqué hablo en mi idioma secreto de nuevo, enfrento sus ojos y Guido se convierte en un ucraniano barrigón.
Y aún fuera de la cueva, en cueva ajena o tirada en el pasto, los hay instantes en que la temperatura me juega trucos adentro del cráneo. Sopla una brisa lenta, de las que parecen vistas tras vitrinas, y el olor a pasto seco se me cuela por las fosas mientras me he ido viendo la parte verde de abajo de las hojas del los árboles, pensando en caracoles compitiendo contra el horno al aire libre que se nos avalanza; cuando unos pasos de costado me distraen con una señora, mi vecina uruguaya se pasea por las rosas del parque y ya me estoy levantando para saludar (ayudarle con la compra, que veo le pesa) cuando se ajusta los lentes y en ellos distingo una leve diferencia. Como por un cambio de luz se le deforma la cara, las arrugas cambian de posición y la pecas se le borran, le cambia el peinado y el marido se convierte en señor alto delgado y rubio. Y ya quedo incorporada, atónita que he visto a mi vecina transformarse en un ente deforme que ni reconozco ni sonríe, y no me queda mas que extrañarla.
De estas visitas las hay varias, pero aparecen con el calor en su momento alto, en el instante en que entre luz brillante y el vapor que se levanta, la ciudad se cubre con una capa alucinógena y me distrae, haciéndome creer que están todos acá porque han venido a visitarme. Y oigo el silbido de los colectivos en el fondo, el chabón que pasa silbando en su bicicleta playera, las viejas quejándose de los precios en la verdulería. Oigo a mi esquinita del manicomio colarse por mi ventana, solo para ser cortada violentamente por los campanazos firmes que me anuncian que son las dos de la tarde.