martes, 21 de julio de 2015

Alucinaciones de manicomio

En los vapores que se levantan de los adoquines a mediodía, cuando hasta respirar es difícil por el calor, delirar que estamos en el manicomio es fácil. En las noches vuelta-y-vuelta (soñando con tener un ventilador), quedamos crocantes como pollo al spiedo y de abrir la ventana y ahogarse por la brisa húmeda, delirar que hemos vuelto es simple.
Qué fue lo que nos hizo creer que no había verano como el verano húmedo en las calles desiertas de Villa Crespo, si esto es lo mismo, pero en lugar de calles vacías son turistas regordetes tomando fotos en la fuente. Aquí no hay Centenario que gire sobre su eje y nos lleve de paseo cual alfombra mágica, no hay alucinaciones de media noche junto con entes extraños que aparecen en los semáforos. No hay birra helada de mano en mano en algún balcón sobrepoblado, ni humo que la acompañe, pero el vapor denso que se levanta del asfalto es idéntico al anterior.

No vamos a negar que nos advirtieron sobre la nostalgia porteña, ese nudito indescriptible que no estorba y no desaparece. No vamos a negar que nos hace falta nuestro rincón del manicomio (los Martines que dijeron silbatos y techos), que extrañamos la adrenalina de la hora pico pedaleando. Pero en el piso de la cueva y en silencio, o con pies en agua, copa en mano y amistades a los costados, este sitio es mas nuestro que cualquier otro pudo haber sido.
Pero hay momentos en medio del ahogo, cuando el reflejo del sol sobre los edificios nos ha robado la vista, que aparece una criatura sentada en la fuente. Alta, esbelta y de rojiza cabellera, que mira de costado hacia mi ventana. Por un momento creo reconocer los ojos verdes y la sonrisa dulce de un encanto de una vida pasada. Pero el momento pasa y no está más en la fuente. El momento se escapa con la distracción de un grupo de infantes en el otro lado de la misma, que chocan directamente con una mesa de los restaurantes. En ella, un compañero de condena sentado, hablando con un niño de unos siete años. Sale la voz alta exclamando que ese es Guido, es inconfundible; entonces compañero ríe y pregunta que porqué hablo en mi idioma secreto de nuevo, enfrento sus ojos y Guido se convierte en un ucraniano barrigón.
Y aún fuera de la cueva, en cueva ajena o tirada en el pasto, los hay instantes en que la temperatura me juega trucos adentro del cráneo. Sopla una brisa lenta, de las que parecen vistas tras vitrinas, y el olor a pasto seco se me cuela por las fosas mientras me he ido viendo la parte verde de abajo de las hojas del los árboles, pensando en caracoles compitiendo contra el horno al aire libre que se nos avalanza; cuando unos pasos de costado me distraen con una señora, mi vecina uruguaya se pasea por las rosas del parque y ya me estoy levantando para saludar (ayudarle con la compra, que veo le pesa) cuando se ajusta los lentes y en ellos distingo una leve diferencia. Como por un cambio de luz se le deforma la cara, las arrugas cambian de posición y la pecas se le borran, le cambia el peinado y el marido se convierte en señor alto delgado y rubio. Y ya quedo incorporada, atónita que he visto a mi vecina transformarse en un ente deforme que ni reconozco ni sonríe, y no me queda mas que extrañarla.
De estas visitas las hay varias, pero aparecen con el calor en su momento alto, en el instante en que entre luz brillante y el vapor que se levanta, la ciudad se cubre con una capa alucinógena y me distrae, haciéndome creer que están todos acá porque han venido a visitarme. Y oigo el silbido de los colectivos en el fondo, el chabón que pasa silbando en su bicicleta playera, las viejas quejándose de los precios en la verdulería. Oigo a mi esquinita del manicomio colarse por mi ventana, solo para ser cortada violentamente por los campanazos firmes que me anuncian que son las dos de la tarde.

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