lunes, 27 de julio de 2015

Ayuda, fuego!

A voz femenina y a todo pulmón oigo el grito "¡Fuego! ¡Ayuda, fuego!" entonces la veo, una mancha borrosa corriendo a mi izquierda, un poco mas adelante. En un principio no noto que aunque corre, mantiene la distancia; pero entonces veo a los otros, adelante y en el otro costado, corriendo como que se les escapa el alma. Miro hacia abajo y veo mis pies intercambiándose frenéticamente sobre el asfalto, como si mi cuerpo se moviese a la velocidad de los otros. Busco entre los de adelante al compañero que me trajo y a la compañera que ha estado pendiente de que yo no me pierda toda la tarde. Aunque las vestimentas no son las mismas, al recapitularlo noto que esta misma escena ya la he soñado. Los localizo y ahí siento el golpe en los pulmones, efectivamente estoy corriendo junto al resto. Aunque lo intento, no logro girar la cabeza para ver de qué huyo: me invade el temor a perder el paso y caerme. En aquel momento sí había identificado al enemigo, emergieron de entre la yesca con armas en mano y empezaron a disparar (ya corriendo recuerdo la voz femenina pidiendo ayuda a gritos, porque fuego). Nos estamos acercando a una pluma e instintivamente mis pasos disminuyen velocidad (nos reunimos en una rotonda frente a una pluma, a tomar aliento y discutir hacia dónde iríamos), retomo control de mi cuerpo y tratando de ignorar el peso de las piernas o el insoportable dolor en el pecho, trato de contar a los que me rodean para confirmar que estén completos y en buen estado. El último en llegar trae la sangre que se le ha salido a la altura del tabique aún adherida a la piel, me digo que esta completo (si la sangre no cae no debe ser tan grave) y empiezo a marcar círculos en el suelo. El último había llegado con la nariz rota, y ente los nuestros uno resguardaba plomo en la pierna derecha (cosa diferente, como aquellos que entonces no habían llegado con nosotros a la rotonda).
Veo los rostros verdes y azules, el miedo en sus ojos, la rabia en sus labios, las manos que tiemblan. Los veo sorprendidos por todo y no puedo evitar preguntarme que si realmente no lo esperaban. En aquel entonces dije resguardo y ofrecí mi casa, pensando en calmarlos con la tranquilidad de aquel sitio alejado dónde el viejo de los mares habita. Uno avisa que los que cual plantas brotaron del suelo ahora pasan por atrás, intentando alcanzarnos desde el otro lado. Herve el estómago y sube la sangre, quiero ir a por ellos, cumplir mi promesa de hundirles el rostro. Pero aunque los veo a los otros igual de inquietos, noto que nos domina el sentido común y elegimos no arriesgar nuestra integridad física por mas rabia que nos conquiste. Si esto fuese aquello, ya estaríamos llegando a casa. Pero es real y llamamos refuerzos en lugar de lamentar haberlos perdido. En minutos triplicamos nuestros números como para sabernos a salvo. La caravana de latitas voladoras se despedaza al ir estacionando uno a uno en el orden de llegada, se apilan tras las luces azules y marchan fuera, preocupación en mano. Entonces es cuando finalmente logro escuchar otra cosa fuera de las suelas sobre el asfalto y el grito de ayuda; relatan lo sucedido y me descubro escuchando atentamente buscando en mi memoria algún rastro de lo que dicen.
Esa vez lo vi y registré todo: los tipos emergiendo vestidos en colores tierra, armas ya en mano y uniformes idénticos a los de la disputa de los seis mil minutos, la verdeamarillenta grama seca y los largos árboles dándole paso al sol entre sus cúmulos de cloroplastos (el aire crujiente), la mancha negra dividiéndose en tres grupos desbalanceados: uno de cinco perdido en dirección inexacta, el menor que volvió y la bolita grande de unos treinta que resentimos el golpe. Registré incluso la posición del compañero que hospedó plomo y de la compañera que me sonreía antes con calma.

He escuchado que hay ciertos estados en los que la memoria se borra: después de un accidente, tras un evento traumático o con mucha adrenalina. Mi comprensión al respecto era que la mente bajo los efectos de la adrenalina no registra en la memoria a largo plazo lo sucedido, o algo por el estilo. Claro, además de estos casos están los inducidos por alcohol, drogas o falta de interés; pero esos no son a los que veníamos.
Este fue el caso de una muy particular situación, en la cual la situación me hubiese sido enteramente ajena, si no hubiese sido por la obvia presencia física y la adrenalina que infalible me invadía (y la rabia, que nunca falte la rabia).

En resumen, aparecieron de la dirección a la que nos dirigíamos. Rugió uno a metros de alcanzarnos, advirtiéndonos de su llegada, y nos persiguieron largo tramo. A uno lo alcanzaron mientras trepaba a sus pedales por medio de golpe en la cabeza, para luego ir a por la nariz, pero perdiéndolo luego. "Ni los verdaderos gorilas son tan indisciplinados" me comenta compañero, y ya no sé realmente a qué gorilas se refiere.


martes, 21 de julio de 2015

Alucinaciones de manicomio

En los vapores que se levantan de los adoquines a mediodía, cuando hasta respirar es difícil por el calor, delirar que estamos en el manicomio es fácil. En las noches vuelta-y-vuelta (soñando con tener un ventilador), quedamos crocantes como pollo al spiedo y de abrir la ventana y ahogarse por la brisa húmeda, delirar que hemos vuelto es simple.
Qué fue lo que nos hizo creer que no había verano como el verano húmedo en las calles desiertas de Villa Crespo, si esto es lo mismo, pero en lugar de calles vacías son turistas regordetes tomando fotos en la fuente. Aquí no hay Centenario que gire sobre su eje y nos lleve de paseo cual alfombra mágica, no hay alucinaciones de media noche junto con entes extraños que aparecen en los semáforos. No hay birra helada de mano en mano en algún balcón sobrepoblado, ni humo que la acompañe, pero el vapor denso que se levanta del asfalto es idéntico al anterior.

No vamos a negar que nos advirtieron sobre la nostalgia porteña, ese nudito indescriptible que no estorba y no desaparece. No vamos a negar que nos hace falta nuestro rincón del manicomio (los Martines que dijeron silbatos y techos), que extrañamos la adrenalina de la hora pico pedaleando. Pero en el piso de la cueva y en silencio, o con pies en agua, copa en mano y amistades a los costados, este sitio es mas nuestro que cualquier otro pudo haber sido.
Pero hay momentos en medio del ahogo, cuando el reflejo del sol sobre los edificios nos ha robado la vista, que aparece una criatura sentada en la fuente. Alta, esbelta y de rojiza cabellera, que mira de costado hacia mi ventana. Por un momento creo reconocer los ojos verdes y la sonrisa dulce de un encanto de una vida pasada. Pero el momento pasa y no está más en la fuente. El momento se escapa con la distracción de un grupo de infantes en el otro lado de la misma, que chocan directamente con una mesa de los restaurantes. En ella, un compañero de condena sentado, hablando con un niño de unos siete años. Sale la voz alta exclamando que ese es Guido, es inconfundible; entonces compañero ríe y pregunta que porqué hablo en mi idioma secreto de nuevo, enfrento sus ojos y Guido se convierte en un ucraniano barrigón.
Y aún fuera de la cueva, en cueva ajena o tirada en el pasto, los hay instantes en que la temperatura me juega trucos adentro del cráneo. Sopla una brisa lenta, de las que parecen vistas tras vitrinas, y el olor a pasto seco se me cuela por las fosas mientras me he ido viendo la parte verde de abajo de las hojas del los árboles, pensando en caracoles compitiendo contra el horno al aire libre que se nos avalanza; cuando unos pasos de costado me distraen con una señora, mi vecina uruguaya se pasea por las rosas del parque y ya me estoy levantando para saludar (ayudarle con la compra, que veo le pesa) cuando se ajusta los lentes y en ellos distingo una leve diferencia. Como por un cambio de luz se le deforma la cara, las arrugas cambian de posición y la pecas se le borran, le cambia el peinado y el marido se convierte en señor alto delgado y rubio. Y ya quedo incorporada, atónita que he visto a mi vecina transformarse en un ente deforme que ni reconozco ni sonríe, y no me queda mas que extrañarla.
De estas visitas las hay varias, pero aparecen con el calor en su momento alto, en el instante en que entre luz brillante y el vapor que se levanta, la ciudad se cubre con una capa alucinógena y me distrae, haciéndome creer que están todos acá porque han venido a visitarme. Y oigo el silbido de los colectivos en el fondo, el chabón que pasa silbando en su bicicleta playera, las viejas quejándose de los precios en la verdulería. Oigo a mi esquinita del manicomio colarse por mi ventana, solo para ser cortada violentamente por los campanazos firmes que me anuncian que son las dos de la tarde.

martes, 14 de julio de 2015

Viaje en acordeón

La mayoría de cosas definidas como nuevas desde este lado son diferencias, la mayoría de cosas que sobresaltan son las que deberían de darse por sentado. Pero incluso antes de internarnos ya era sabido que si existe un desagrado generalizable, es aquel que inspiran los hospitales. En la gran mayoría de casos es correcto asumir que todos odian los hospitales, sea el olor o los pasillos, el silencio, todo el ambiente. Si se puede generalizar un odio, es ese, y hemos llegado a confirmarlo en la aventura mas reciente.

Desde afuera parecía un complejo de apartamentos viejo, cuidado por los residentes (adornados los cortos jardines por cortas rosas y cortas bancas). Arquitectónicamente nos atreveríamos a decir 60's, quizás 70's. Tal vez habitado por ancianos o estudiantes, eso era difícil de establecer, pero definitivamente no por familias (que el silencio lo delate). Pero ya desde la pluma un espectro deambulaba por los estacionamientos y escaleras, susurrando sobre inviernos olvidados.
Rodeamos medio edificio buscando la "Z" metálica que lo señalara como el correcto. Ya de por si era todo muy curioso como para que justo al que iba tuviese la última del abecedario, pero no lo pensamos mucho. La entrada desierta recordaba lejanamente a edificio de oficinas aburridas, con su respectiva capa de polvo cubriendo hasta los entes que las habitan. Ni una sola persona a la vista que indicase si eran las paredes correctas, ni un sólo número, ni una sola seña. Las escaleras, con sus puertas transparentes, daban la impresión de disparar alarma si alguien irrumpía su silencio tumba, pero al sentir los pasos, disparaban el eco como si quisiesen empezar una fiesta. Entonces finalmente los pasillos, con sus pálidos colores (esa pared cortada en dos a la altura del pasamanos). El olor punzante que taladra fosas nasales, imponiendo su tenebrosa calidad inconfundible, las puertas abiertas mostrando ropas blancas y largos tubos metálicos diseñados para colgar líquidos (que a su vez se escabullen adentro de los cuerpos). Y en el fondo del pasillo, en la penúltima puerta a la izquierda, una criatura sonriente sentada en la cama, esperando a su amiga.

Como aventura se puede decir del viaje que sucedió en la ventana de un cuarto de hospital. Con la brisa se vio arrastrado un acordeón bailando a ritmo de hoja, pidiendo audiencia con corazón que lo abrazara. En la pared del monstruo de cemento que acogía al anónimo artista, bailaban congelados en pintura, seres de maravillosos colores con los disfraces de quien entretiene almas y no personas.
El acordeón proclamaba amores perdidos, otoños secos y brisas eternas. Y colándose por entre el marco de madera carcomido por los años, nos levantó a ambas de nuestras esquinas y nos llevó consigo a sitios de mágicas palabras. Los acompañaron verdes hojas y un suave sol de verano. El trayecto fue largo, de su ventana a la que nos encerraba, pero dulce y puro. Mientras nos llevaba nos describía el oscuro color de las maderas que lo rodeaban, nos comentaba de su ambigua procedencia, de sus incansables intentos por encontrar una ventana abierta. Dijo algo de su madre, de los largos cabellos doblándose sobre el hombro, sobre el abrazo cálido con olor a tierra. Que los edificios crecían como sombras, cubriendo el cielo con su noche provocada, que el humo conquistaba las calles, que aparecían los silbatos por las esquinas, bajo las baldosas, entre los adoquines, al lado de los postes. Luego habló de la nostalgia, recordándonos dónde estábamos. Y con una suave brisa cruzada nos alcanzó el delicado humor a tabaco quemando, implorándonos desistieramos del viaje y bajásemos a acompañarlo.

lunes, 6 de julio de 2015

El pozo

Entre tanta cosa nueva que está pasando, tanta actividad y tanta responsabilidad que hay que asimilar, cae la vieja piedra conocida en medio del pozo. Cae con el eco que trepa hacia arriba casi tan rápido como la caída, como un último pedido de ayuda antes de ahogarse en el oscuro líquido que vibra.
A este punto ya no sabemos si es realmente parte de nuestra naturaleza, o la repetición nos obliga a volver a ese punto. Pero cual sea la causa, el pozo llama seductor, a que nos dejemos ahogar por el sopor de los días extraños y las presencias que faltan. Pero no es para simplificar, sino al contrario, para admitir que a cada caída las ondas que genera la piedra se tornan mas complejas y más fuertes.

Antes del manicomio ya eran años de compañía por parte de ese asqueroso peso, que puntual como ninguno, regresa a colgarse cuando las velas se hinchan de viento y remontamos velocidad. En aquel entonces nadie estaba seguro siquiera si sería algo de por vida, o pasaría al llegar la mayoría de edad. Pero pasado el año de permitirle a otros decidir con qué químico doparnos, llegó la hora de la gran huida, el famoso viaje (internarnos). Aunque del proceso y el viaje no es de lo que veníamos a hablar, sino del peso que cae cada tanto, vale la pena mencionar que al manicomio llegamos (por medio de tres meses de viaje) aún bajo los efectos de aquel pequeño demonio blanco que solíamos ingerir.

Sucede sin previo aviso: la piedra vuelve a caer, nos arrastra al fondo tan rápido que no nos permite desatar el nudo que nos une a ella, lo frío del agua nos entumece los dedos y dejan de responder inmediatamente; el agua en la soga la pega a si misma cual si fuera cemento. La oscuridad del pozo nos cubre casi con la misma velocidad que las burbujas se separan de nuestra ropa y pelo, y las despedimos al sentirlas rodar por la piel en modalidad de hormigas que abandonan el nido frente a una inundación.
Luego viene el golpe inaudible, un bajo que retumba una sola vez en el pecho; entonces el silencio y la oscuridad. Las últimas burbujas terminan de evacuar recorriendo la espalda y el cuello, una última caricia. Al despedirlas empezamos a aceptar nuestro destino: descansar en una tumba de agua, lo suficientemente fresca para que no llegue el sueño, lo suficientemente oscura para que muera la esperanza.
Al principio la frescura, con su oscura calma, resulta agradable. Se alejan las mas recientes impresiones del mundo de afuera, se alejan los rostros y las voces, los incansables ruidos y las mil opiniones. De un momento a otro ya no es necesario cerrar los ojos para no verlos, reventar los parlantes para no oírlos. De un momento a otro no existe nada ni nadie mas que la oscuridad y el frío, y es un abrazo amable.
Por un instante flotamos en lo oscuro, disfrutando sus virtudes, su paz. Pero flotar no alcanza: intentamos respirar profundo para absorber la calma que nos rodea, mas la garganta libera una burbuja enorme al sentir una bocanada de agua que nos llena los pulmones, el dolor en el pecho nos presiona, el frío ahora está adentro. En la desesperación lo intentamos de nuevo, tragando agua, sacudiendo las piernas y brazos intentando salir, pero la soga se mofa de nuestros intentos. Aún así, la muerte no viene, solo el vacío. El aire se acaba, la energía se acaba, el calor interno se fue en esas bocanadas que soltamos, ahora todo es vacío. Sentimos la piel helarse primero en un temblor, luego poro a poro nos perforan las agujas. Los huesos son los siguientes, mas lentamente y mas tortuoso, el dolor los alcanza desde las articulaciones y los penetra, rellenándolos de su viscosa burla.

A este punto hemos perdido la noción del tiempo, lo que podrían ser días parecen semanas. Empezamos a esforzarnos por llamar de regreso los rostros que con tanta alegría despedimos, aruñándonos el pecho en condena por perderlos. Buscamos las paredes que vimos rodearnos al principio de la caída, esas largas y circulares (¿o era una sola, cilíndrica?) que crecían aparentando encogerse, pero nuestros entumecidos dedos solo sacuden el helado vacío del agua en todas las direcciones. Es el momento de comenzar a dudar de todo conocimiento previo, tanta era la certeza de las piedras mohosas que nos rodeaban y no hemos encontrado nada. ¿Será que los rostros nunca estuvieron? Un leve intento por doblarnos en busca de la soga, pues no sentimos las piernas, pero el cuerpo ya no responde, quien sabe si lo de la soga será cierto. ¿Será que este frío es realmente agua, o es solo el vacío, será tierra? Intentamos parpadear para notar la diferencia, como quien dice despertarnos de la irreal pesadilla, pero ni de parpadear se nota la diferencia: no sabemos con certeza si lo conseguimos o si nuestros ojos yacen permanentemente abiertos. El recuerdo de la caída entra en cuestión, ¿cómo empezó todo esto? ¿recordamos el sonido de la piedra entrando al agua o lo hemos imaginado? ¿recordamos la sensación de nuestro cuerpo mojándose...?
Como intentando mantener la cordura (¿cual?) o algún tipo de coherencia, nos decidimos por rememorar instantes positivos de vidas pasadas. Al principio no viene nada, nos invade el terror de haberlo imaginado todo. Lo único mas patético que haber caído en este pozo sin saber porqué o cómo, sería siempre haber estado en él y que el resto fuese imaginario. Pero entonces vuelven un par de imágenes, dulces y tiernas, llenas de amor y momentos ideales. A estas les siguen los horrores asociados con los seres en ellas, el daño hecho, el desinterés, el abandono. A estas les siguen todos los males posibles, generando un dolor punzante (que el pecho congelado considera una estaca entrando despacio) y amargo. La boca segrega ácida saliva y la rabia le devuelve la sensación de existir a las puntas de los dedos. Estos se despiertan ya rasgando la piel del cuello con toda violencia, y algo estarán logrando, pues el pecho siente por donde pasan. La rabia, imponente rabia, conquista la vista, volviendo la oscuridad absoluta un ocre macizo. Luego la decepción, el dolor de haberse dejado llegar a las situaciones que han llenado el recuerdo. La completa incapacidad de movimiento, la impotencia -que trae otro relámpago de odio- y el cuerpo cede, el frío se cuela por la piel rasgada. En un último temblor general, la tristeza se apodera de la espina, comprime los pulmones, apreta el estómago. En su final sacudida, se repite todo a la velocidad del parpadeo -que esta vez si se distingue- y finalmente el vacío absoluto.

En los meses -semanas- que le siguen al terremoto corporal, las emociones se evaporan por la piel, se filtran por los poros hacia la fría oscuridad. Suave, entre suspiros acuáticos, se va limpiando todo desde adentro, se lava y se vuelve a lavar, ya sin mucho movimiento. El proceso termina cuando el hilo de dolor restante recorre la garganta hasta escapar en forma de gotas de saliva agria, entonces todo se seca.
Primero el estómago -ahora cerrado y pequeño- se seca quedando cual piedra pomes. Le siguen los pulmones, la bomba y la espina, que se han drenado de las frías sensaciones y se consideran ramas viejas: frágiles aunque densas. El cuerpo ligeramente siente una brisa, pero es una palabra vieja que le devuelve la existencia: silencio. La piel hecha de ceniza húmeda se va secando con la luz gris que emerge de algún punto inexacto. Finalmente vuelve la consciencia, situándonos en el borde del pozo, cuerpos y almas secas, vacíos de todo lo previamente descrito.

Al abrir los ojos ante la luz apagada, las primeras ideas son que todo fue un sueño. Pero un breve ardor en el pecho, el dolor de la soga en el tobillo y la sensación seca de vacío lo desmienten. Son las caídas al pozo las que nos liberan de toda emoción, nos dejan inertes, en total sequía. Y entonces se avalanzan los recuerdos -sin consecuencia alguna- como receta de pan a explicarnos que serán necesarias varias lluvias para que vuelva la sonrisa.

viernes, 3 de julio de 2015

Tiempo

Siempre tuve problemas con el concepto del tiempo. Me costaba aceptar desde la medida hasta la universalidad del mismo. "No existe tal cosa" le discutía a la gente, intentando empezar una charla sobre la vanalidad del concepto. "Es un invento humano" a ver si lograba argumentos que me explicaran su importancia.

Ahora, desde el futuro y lejos del manicomio, no entiendo porque mis hojas me dicen que me encuentro aún encerrada. Que son las cuatro de la tarde, me dicen, cuando el reloj claramente señala la una y diez de la mañana. Que debo estar en el estado en el que estoy, cuando lo único que intento es estar fuera de tiempo.
Esta soy yo escribiéndoles desde el futuro, y traigo importantes noticias: el vino sabe igual de rico y el tabaco se quema lo mismo. El sol sigue siendo un desastre de gotas de sudor y las risas alimentan más o lo mismo. Esta soy yo escribiéndoles desde el futuro y solo necesito un momento de su tiempo para recordarles que no existe.

Cuento los minutos para ver si resulta algo de esta noche, cuento las copas, cuento los puchos. Aparece en la parte de atrás del consciente el "tiempo-pasta-de-zapato" y me condeno por usarlo a veces, si llovizna o gana la pereza. Aparece en en la punta de la lengua el "esto-no-pero-si-lo-otro" y lo condeno por adherirse como si fuese necesario. Recuerdo parques y tardes, recuerdo silencios y gritos, recuerdo todos los que pasaron y lo que me queda es una extraña sensación de copa vacía, de fondo del café -amargo y sincero- quemándome la garganta con la honestidad que solo viene de las cosas inesperadas. Pienso en otro pucho y caigo en que hay que bajar las escaleras (acabo de subir) y que estoy esperando a ver si copa tras copa rinde fruto alguno. 
Esta soy yo escribiéndoles desde el futuro, y traigo importantes noticias: aquí no hay silencios que no valgan la pena (nunca los hubieron) ni espacios que no acomoden una sonrisa reconfortante.

Tan poco que decir al respecto y tantas ganas (seguimos con esta nube oscura frente a los ojos). Pero entra una brisa, de las que no se atribuyen a temporadas, y nos trae en sí el incorrompible olor del alma del al lado. Subimos despacio la mirada para ver una sonrisa disfrazándose entre rabia, son todo suspiro y lamentos, todo odio, todo macabro momento en contra de los intentos idiotas de aquellos que no utilizan ni el cerebro para pensar ni el tiempo para hacer. Pero el olor está ahí innegable y también lo está la sonrisa, encerrada en su mirada. Le decimos alguna cosa para disimular el suspiro, esperando conteste en su agrio tono desesperanzado. Pero dice si, habla de lo que se logra solo existiendo, de lo mucho que somos, sumándonos a la mancha. Pero respira profundo y ataca a la desgana con toda la furia, reclamando el espacio para permitirse creer, lleno de cariño y energía; ataca a la desgana intentando reforzar que lo hecho ya de por si cuenta, que la inutilidad no debe ser tomada por ley.
Pero la brisa no alcanza y al irse el olor, se va la esperanza. Quedamos en blanco observando las palabras que desfilan, pensando en todo lo perdido y en todas las batallas en las que hemos muerto desangradas en el suelo. Quedamos en blanco admirando la enérgica palabra que escupe cuando insiste que se puede, mientras derrotados llegamos en la madrugada, de regreso de un día en el que realmente no hemos hecho nada.

De que sirven las medidas que sean, para decir cuantas canciones hay entre punto A y punto B, o las cervezas que le toma a la María llegar de la universidad a la orilla del río...? De que sirven las medidas, si por mas que recortemos y peguemos, seguimos aquí quietos con la copa en mano, pensando en las cosas que podríamos haber hecho, las que podríamos estar haciendo y las que el futuro nos pedirá que hagamos (pero nuestras ocupadas agendas toserán impidiendo establezcamos nada serio).
Esta soy yo escribiéndoles desde el futuro, y traigo importantes noticias: el humano sigue siendo el mismo ser asqueroso egoísta, que solo se mueve cuando gana algo.

La mancha negra

Esto de volver al anonimato me ha pegado en lo profundo. Primero la sensación ciudad nueva, nadie me conoce, luego ser quien quieras; y luego esta la real, el otro nombre y el otro carácter, convertirme de nuevo en esa que no soy.
Cuantas veces no me he puesto la capucha, los lentes, y salido al mundo diciendo hoy soy esta, sabiendo que en el fondo temblaba de miedo y solo quería mi almohada. Cuantas veces no me presenté, firme e intocable, pretendiendo no estar ahogándome en el terror de que me reconozcan otro personaje y unan los puntos.

Esto de volver al anonimato -para hacer algo- y querer compartirlo con todas las ganas, decirles a todos que participen. Esto de volver y moverme entre las masas como quien no existe, como quien nunca perteneció a ningún espacio. Es esto lo que me da cuerda, esto y los recipientes (tengan agua, café o vino); es esto lo que me trajo a este punto en el camino, lo que no me dejó quedarme tirada en el piso cada vez que caía.
Es esto de volver al anonimato y vestirme de negro -cubrirme la cara, cambiarme el apellido- salir a la calle a gritarles a los ciegos lo que están ignorando, recordarle al mundo que aún existimos a los que nos importa que suceda con estas cosas.
Pero volver a casa, hablarlo con el vecino y quedar saturada de tanto, tanto por hacer, tanto por decir, tanto por enseñar, tanto por tanto y yo tan humana, tan frágil, tan de carne y hueso. Pero volver a casa agotada y saber que no he logrado nada, que soy un número mas en las estadísticas, que soy una sombra en las fotos (que es la intención) que soy un recuerdo borroso de una charla superficial. Esta es una aventura que no extrañaba, es un dolor que (aunque nunca pude sacudirme) no pegó en la nostalgia. Esto es todo lo que me recuerda lo poco que somos cuando somos uno solo, lo que me recuerda que no se puede llenar la copa y pretender que se platica si la silla esta vacía.

Volver y saberme sensible, saturarme de todas las cosas que había olvidado. Volver (a este sitio donde nunca estuve) y saberme sola, saberme perdida, saberme completamente inútil; y rehusar moverme, rehusar dejar de estar ahí por reconocer que aunque no hable, aunque no entienda, aunque no haga, sumo.
No puedo hacer otra cosa, no si me he decidido. No puedo pedir cambiar el mundo y sentarme a esperar, necesito hacer mi parte -me digo- y empiezo con los nenes, con los adultos que quieren mi ayuda, con las multitudes que necesitan los números. No puedo pedir cambiar los puntos de vista y no pensar en educar a las criaturas que esta manga de inútiles están pariendo. No puedo negar mi papel en todo esto.
Volver al anonimato y querer ser la voz que me falta en la garganta, decir las ideas que no aparecen en el discurso, extrañar los lugares que no visité.
Volver al anonimato y querer ser alguien.

jueves, 2 de julio de 2015

El principio

No quería empezar a contar estas aventuras con una introducción, pero supongo que como parte del proceso, es necesario. Necesario establecer que me escapé del manicomio, que fue mas una huida que una partida y que como es lógico, extraño la libertad de no tener que esconder mi locura.
Pero me fui porque era necesario, porque terminó mi condena y debo reintegrarme a la suciedad. Porque el contacto con la realidad resultó necesario.

Imagino que el orden correcto implica el relato del escape, los medios utilizados y los cómplices en el mismo. Pero para ello es necesario empezar antes, quizás desde el principio, el porqué de internarnos. Será otro día, cuando se lo merezcan. Por ahora me limito a decir que mi hermano me esperaba en la puerta del edificio, en el frío, mientras yo luchaba con mis pertinencias (que rehusaban venir conmigo) e intentaba apresurarme al abrazo y el respiro de aire fresco.
Reímos un rato bajo la lluvia-pis-de-gato antes de elegir el transporte, y fuimos a guardarnos a su cueva unos minutos antes de llevar a la gorda a su hotel, donde esperaría por semana y media a que encontrásemos una cueva propia. Suele resultarle sorprendente a la gente que la gorda viaje conmigo. Es inevitable, ella es mi compañía infalible, mi alegría, mi razón de vivir. Pobre, no estaba contenta tras mas de doce horas encerrada en su cajita y tuve que forzarla de nuevo para sacudirla en el frío. El sitio era terrorífico, como su dueño, y ella se quejó incansable hasta que supo que no podría evitarlo, dándome la espalda con todo el resentimiento que le entraba en su pequeño cuerpo. Así la encontré semana y media después, enojada y dándome la espalda. No chistó en entrar a la caja, aunque como es costumbre, mucho en el camino. Y al dejarle la puerta abierta a la cueva nueva, anduvo temerosa por un rato, como quien espera un enemigo.

Pero esa semana y media tampoco fue fácil de mi lado, empecé al día siguiente con los trámites y las búsquedas, esperando mi suerte no fuese la de los movimientos anteriores. Dormir en la alfombra del estudio de mi hermano no me sonaba a idea amarga, habíamos acomodado mis cajas de forma que no estorbaran y el sitio era amigable. Con un poco de ayuda de él y su vecino encontré con facilidad los sitios a los que debía dirigirme (sin Abi, moverse era una puñalada en la panza, pero necesario).
A los tres días la presión de lo inminente implicó un ser furiosamente rebotando contra las paredes, un hermano haciendo equilibrio en el borde de su paciencia y un vecino desaparecido.

El primer sitio que fui a visitar casi me cuesta una gripe entre el frío y el sudor, seguido de media hora de espera para el idiota que no llegaría. Me enfoqué en disfrutar el viaje y la libertad que me rodeaba. Llevaba casi la semana y no parecía comprender dónde me encontraba. En el segundo lugar me permití intentarlo dos veces, pues aunque a la primera toqué desesperadamente el timbre, no obtuve respuesta. Hinchada en rabia le escribí al posible vecino, quien con calma me dijo que aún estaba, que si no al día siguiente.
Me lo permití por la desesperación que me apretaba, para descubrir la calidez exacta que buscaba. Los cuartos se inundaban de luz y la charla con el posible vecino fluía como es debido. Se trataron por encima los temas principales: gorda, comida, casa; y pasamos al café y la tertulia.
Para cuando llegué de nuevo a la cueva temporal, la decisión estaba tomada, aunque tomó dos visitas a otros sitios confirmarla, y para el lunes siguiente la gorda estaba explorando lo que sería mi cuarto. Por las circunstancias del vecino y sus planes previos, yo no tuve la suerte de salir de mi refugio hasta una semana después, tiempo suficiente para encontrar manos que empujasen mis cajas y explorar la ciudad que me acogería en el principio (¿o totalidad?) de esta etapa. De ahí los días disminuyeron su paso en las búsquedas siguientes, probablemente por la comodidad de cuatro paredes donde guardarnos a la gorda y a mi.